Fernando Ríos es un hombre ilustrado. Lleva tatuados sobre la piel guardas, dibujos y símbolos de las culturas mayas y aztecas, para dejar en claro de entrada que se siente más enraizado con esas simbologías que con sus ancestros germanos, de los que tiene apenas el apellido Kissner materno.
No sabe cuántos tatuajes tiene, ni le importa. Cada vez que se le pregunta por algo que hizo (o se hizo), responde que eso es del pasado y que no le interesa. Sólo lo atrapa lo próximo por hacer, el proyecto en el cual está embarcado y que lo desvela. Hoy es Arte Rodante y las letras pintadas en las paredes con Acción Poética; y en el futuro cercano está comenzar a ensayar “El avaro” de Moliere, dirigido por Ricardo Salim.
“No me gusta mirar para atrás. Tratemos de ser mejores para adelante, de no cometer errores. No es que tenga un problema con el tiempo, sino que no me aporta nada: lo mejor está por venir, y no todo tiempo pasado fue mejor. Las charlas de lo logrado me aburren, las miradas nostalgiosas son paralizantes. Lo que tuve que aprender a los ponchazos ya está internalizado”, sentencia.
Ríos llega puntual al hotel Sheraton, y rumbea directo al restaurante Mora Bistró Argentino. “Está buena la carta”, afirma, conocedor de lo que habla ya que tiene cuatro restobares: Patio de Almas, El Árbol de Galeano, Muña Muña (vegetariano) y La Malegría, en proceso de venta. “Terminó una etapa”, explica.
Confiesa que el origen de esos espacios fue que no tenía lugar donde ir a disfrutar de una cena, salvo Lisandro. “Al principio éramos un desastre, pero Margot (la dueña del restaurant emblemático) fue muy generosa con sus consejos, por lo que digo que nosotros somos los Salieris de Lisandro. Los bares son mi espacio de experimentación. Pero hay algunas cosas que tengo claras, como que llevar una banda para que arrastre gente es el final de todo emprendimiento gastronómico”.
Demoró un año en tener lista la primera Plaza de Almas, en Maipú al 400, abierta en 2000 con sólo seis mesas. La plata ya no alcanzaba, y él invertía todo lo que ganaba dando clases de física. “No sabés los sapos que me tragué, porque todos te ayudan cuando te va bien, nunca al principio”.
La semilla sembrada hace 14 años dio sus frutos pese a los desconciertos, ya que en el mismo espacio había una tienda de artesanías y un espacio artístico: “la Municipalidad no sabía si habilitarnos como bar o como comercio”. También sus primeros comensales estaban sorprendidos, ya que “en vez de la estética menemista de luz, vidrio, neón y palabras en inglés, todo muy Miami, le ofrecíamos un tapiz peruano, mayonesa con ajo e identidad de los valles”.
No es casual la elección, ya que se confiesa enamorado de la cultura inca. Fue más de 20 veces al Cusco y allí irá a vivir alguna vez. “Es un lugar especial, no sé cómo explicarlo, no es científico. La primera vez llegué absolutamente ignorante, sólo con la lectura del Billiken, y fue impactante y adorable ver esas piedras de 500 años con la arquitectura barroca española por arriba de los dos metros. Desde entonces, los únicos libros que compro son de cultura precolombina pese a que no tengo una gota de sangre indígena. La gente está orgullosa de su ciudad, a mí me emociona hasta las lágrimas”.
Termina de elegir en Mora, y opta por un carré de cerdo glaseado, con puré, del que sólo come una de las dos rodajas. Ni vino ni postre; agua y café, mientras trata de entender por qué tuvieron que cerrar Plaza de Almas en Salta.
“No fue un desastre, pero sí un grosero error de apreciación. No competíamos con otro bar, sino con una zona (La Balcarce), y además con situaciones que para acá son normales y allá no. Por ejemplo, tengo dispenser gratis de preservativos, en El Árbol funciona la asociación Crisálida y se dieron clases de alfabetización para transexuales y travestis; los tucumanos nunca mezclan las cosas, como allá. Ese es un salto rabioso y absolutamente positivo de calidad social, que no se encuentra en ningún otra provincia de la región”.
Lo dice un salteño de Rosario de la Frontera, que vino a Tucumán a estudiar ingeniería civil en 1982, con 17 años. Llegó hasta cuarto año y la dejó porque su padre (militante radical, que fue secretario del Concejo Deliberante y luego empleado administrativo) se enfermó y falleció. Después cursó Arquitectura con mejor resultado: quedó a ocho materias de recibirse. “Mi generación tiene un quilombo vocacional inducido; era imposible decir que te ibas a dedicar al arte. Tomamos decisiones tardías y nos perdimos cosas”.
De su pueblo infantil rescata el no haber tenido televisión; en cambio, había un cine y dos teatros para 500 personas cada uno, en el que su familia tenía, como otras, presencia sobre y bajo el escenario, con los varones (él, su padre y su hermano) actuando y su madre cosiendo vestuarios y telones. Recuerda cuando, a mediados de los 70, Boyce Díaz Ulloque iba los sábados a darles clases de teatro: “fue mi Google, llegaba con su larga bufanda a mostrarme el mundo; y cuando una persona así hace que el arte te acaricie, tu vida no tiene vuelta atrás”.
“En ese lugar, languidecés o tomás el protagonismo absoluto de tu vida. Mi familia era de clase media, pero melómana y lectora, con un tío que nos enviaba casetes, discos y libros de Buenos Aires. Ahí escuché por primera vez la bossa nova y a Rubén Blades, junto con mucho folclore. Mi poeta favorito es Roberto Juarroz”.
Hace pocos años volvió a su pueblo para presentar la obra “Por el placer de volver a verla”, con Pablo Parolo y Soledad Valenzuela en el cine teatro Güemes, que cerró como sala, fue un templo cristiano y luego una bicicletería y un centro odontológico. Lo encontró devastado. Cuando terminó, le reclamó al público (“todos sojeros, legisladores y funcionarios”) que lo recuperen. La Municipalidad lo tomó y ahora está en vías de ser un centro cultural.
Pese a esa reacción, reniega duramente de los dirigentes. “Esta clase política es lo más decadente que nos tocó por lejos, no está a la altura de las circunstancias de ningún modo -asevera, más serio que nunca en la charla-. Su nivel de adolescencia es desesperante. Los debates en el reverdecer de la democracia eran piezas de oratoria al compararlas con lo que se escucha ahora. Luego fue la tragedia social de que se votó a Antonio Bussi sabiendo quién era, no por mérito de él sino por el fracaso de los partidos políticos. Y nos callamos en el menemismo por el uno a uno. Hay mucha complicidad”.
En particular, se confiesa “hipercrítico del kirchnerismo, porque a todo peronismo, de derecha o de izquierda, le siento un dejo autoritario”. “Pero al Gobierno nacional le reconozco que permitió sostener ciertos espacios que no sé si otros lo harán. Además, si mirás a la oposición, te hacés kirchnerista. Todos los días siento el desconcierto del final de un ciclo político, cultural, económico y social y esa sensación desalentadora de volver a empezar”, desespera.
También lo altera la hipocresía, de la que, advierte, “ninguno nos salvamos, no es una cuestión de ambiente sino del fenotipo argentino; la crítica es lo único que nos ayuda a crecer, pero somos total y absolutamente refractarios a ella”.
“Odio la palabra empresario, porque uno debería recibir ese título cuando a los 70 años podés mirar a los ojos a un empleado y mostrarle tu trayectoria. Me defino como un emprendedor; antes me llamaba gestor, pero ahora es un título universitario”, se ríe con una risa traslúcida y compañera.
Desde su rol de promotor cultural (uno de los más importantes de la provincia), “le reclamo cosas al Estado, pero no dinero sino estrategias de laburo en conjunto”. “Muchas veces, lejos de ayudarte, sentís que se te viene encima. Festejo que se haya recuperado el teatro Mercedes Sosa por ser un espacio emblemático, pero ¿hacen falta espectáculos gratuitos para calentar la sala, que le quitan público a los teatros independientes? ¿En qué nos va a beneficiar? Por un lado, el Estado te da subsidios y, por el otro, te saca público. No sé quién está de secretario de Cultura de la Municipalidad, nunca me llamó a una reunión, y no se entiende que la Provincia tenga separados los entes de Cultura y de Turismo, y sin coordinación entre ellos; es como una sinfonía sin partitura”.
Sus críticas van también hacia adentro de la actividad artística. “Con mi sala no quiero hacer negocios, me alcanza con salir hecho a fin de mes. El teatro independiente necesita una reflexión interna porque perdimos público; y hay mucha gente que quiere comprar arte y no tiene dónde; hay que construir ese mercado. El artista plástico es el más noble: apenas vende algo, sale corriendo a comprar óleo. La Facultad de Artes de la UNT debería tener un perfil de egresado distinto, porque sus alumnos no saben cuánto vale un cuadro y los actores no tienen un espacio adecuado para estrenar. Le ofrecimos dar becas a estudiantes y otros acuerdos, pero no nos respondieron; termina siendo una máquina de impedir, en una provincia donde hacer gestión cultural es un paraíso”.
De allí que El Árbol de Galeano tenga su propio salón nacional de artes. Privado, pese a todo. Como lo es su Acción Poética, con la que pinta frases para ayudar a pensar.
Se acaba la ronda de café en Mora, y el amor es el último tema. Hace dos meses nació su hija Julia y él todavía no sale de su asombro de la paternidad a los 50 años y empieza a encontrar nuevos miedos. “No sé si con mi hija seré todo lo abierto que debería. A mi edad me enamoro más de las preguntas que de las respuestas. Encontré en mi pareja una gran compañera, que comparte mis sueños y mis ganas y no compite con las cosas que hago, que dure lo que tenga que durar”, se ilusiona.
Él, que no quiere hablar del pasado, se mira en su madre con cierta envidia. Ella volvió a enamorarse hace seis años, a los 74, y su cara se iluminó. “Resignaría todo por tener 80 años con ese amor, vivir los últimos días con alguien que te hace levantar por las mañanas sonriendo”. Todos los días busca ese futuro.